Por Javier Castell
Roland Topor, en su novela El quimérico inquilino (Le locataire chimeriqué), narra la historia de Trelkovsky, un joven que se ve en las desventuras de alquilar y que padece, en una ficción realista al estilo Bioy Casares, la presión de sus vecinos y del casero para que cumpla con un destino prefijado. Pero lo curioso en esta novela es que la narración deviene circular y, luego del final, se puede volver al principio, y así leerla una y otra vez, sin que tenga principio o fin. Es que el destino del inquilino es claro: un ciclo que se inaugura cuando uno llega y se clausura cuando llega el siguiente; pero esta clausura es a la vez un nuevo inicio. Cambia el nombre propio, el individuo, pero poco importa ello. La disciplina y el destino al que el inquilino está sometido parece imposible de modificar, sin importar qué haga éste en pos de ese objetivo.
Ser inquilino en las grandes ciudades de Argentina devino también en un hecho disciplinador, y peor aún cuando a la desigualdad de entrada que hay entre propietario e inquilino se le suman las injusticias que este último puede padecer gracias a la desregulación sobre los alquileres. Ya sea una desregulación en lo legal como una desregulación de facto, en la que las leyes se ignoren completamente y sin ninguna consecuencia.
El pasado mes de junio, en el programa radial Noticiero Inmobiliario, Enrique Abatte (presidente de la Cámara de Propietarios de la República Argentina) dijo que “nada impide, por el artículo 958 del Código Civil y Comercial, y siendo el inquilino la parte débil del contrato, que él proponga, porque a él le beneficiaría, llegar a un acuerdo, por ejemplo, a los 6 meses y aumento ese alquiler” porque con el actual plazo de actualización interanual el inquilino “se enriquece” a costa del propietario. Este discurso tiene lugar en un contexto en el que las inmobiliarias fabricaron el latiguillo del “aumento voluntario” porque “el alquiler quedó atrasado”. El ser la parte débil del contrato implica una asimetría, una diferencia de posiciones entre una parte y otra en la que una se posiciona por encima y tiene el poder de imponer condiciones; este es el caso de inmobiliarias y propietarios, que ante la nula regulación del cumplimiento de la actual ley de alquileres no tienen pudor en redactar contratos ilegales.
Cabe decir que todo contrato firmado para la locación de una vivienda se somete a las condiciones de la ley, sin importar el contenido del mismo. O sea, pese a que diga que el plazo de locación es de dos años, el inquilino tiene derecho al plazo de tres años correspondiente; lo mismo sucede con el ajuste del valor del alquiler.
Pero hacer valer los derechos del inquilino no es gratis. El aspecto disciplinador del alquiler es que a la acción no someterse a la voluntad de inmobiliarias y propietario, de no tener la empatía que nos pide Abatte, es saber que al término del contrato vamos a tener que buscar otro lugar para vivir. No importa si cumplimos religiosamente con el pago del alquiler, de las expensas, o incluso si en una maniobra de las que sobran terminamos pagando las expensas extraordinarias.
A la prohibición de tener hijos, perro, gato, y en algunos casos incluso de llevar a nuestra pareja a casa, se suma la prohibición de reclamar nuestros derechos por ley.
¿Se puede afirmar, como hace Abatte, que el inquilino se enriquece del propietario? La devaluación en este contexto inflacionario de más de un 110% interanual está lejos de beneficiar el bolsillo inquilino. Si con la diferencia entre los magros aumentos de salario del sector privado ─que suelen venir en cuotas y a partir de salarios anteriores a la última paritaria─ y los meses hasta la actualización del alquiler (período en el cual las expensas, la comida, la ropa y los insumos aumentan) no pudiste ahorrar para ir a Cancún, entonces no te hiciste rico. Ahora, si en una economía donde el salario real se funde hay una inmobiliaria que mantiene su monto real de renta, es porque se está enriqueciendo a costa del inquilino. Tengamos en cuenta que el cálculo de la renta es en base al valor del inmueble, que está dolarizado. Por el momento no me estaría enriqueciendo.