En 1927 Alfred Hitchcock estrena su tercer film “The Lodger” (El Inquilino), este empieza narrando una serie de asesinatos de “el vengador” —tal el pseudónimo del homicida— que las prefiere rubias y actúa protegido por la oscuridad y la neblina de las noches londinenses, después de 11 minutos de una sucesión de imágenes de policías, de testigos, mujeres que se desmayan del pánico y de primeras planas de los diarios nos transporta a la casa de una familia clase media baja que se ve en la necesidad de alquilar un cuarto con el fin de aumentar sus ingresos.
Es entonces que golpean a la puerta y al atender la dueña de casa aparece la imagen espectral del futuro inquilino, recortado contra la niebla y con la cara parcialmente cubierta con un echarpe le señala el cartel en la ventana, “alquilo habitación”, la mujer entre un gesto de miedo y sonrisa de cortesía lo deja entrar.
El inquilino finalmente está en el cuarto que ocupará hasta el final de la película. No se conoce su identidad, no se sabe quien es y no se conocen ni su pasado ni sus futuras intenciones, como todo extraño es un intruso, el riesgo es contingente, “los extraños tienden a causar ansiedad precisamente por el hecho de ser extraños, tan tremendamente impredecibles, a diferencia de la gente con la que interactuamos diariamente y de la que creemos saber qué esperar” dice Zygmunt Bauman.
La tensión aumenta al descubrir que el inquilino tiene hábitos nocturnos, sale por las noches con paradero desconocido, hasta que una de sus salidas coincide con un nuevo homicidio, allí se instala la firme sospecha de que el asesino es el inquilino, esto último remite a aquello de “el asesino es el mayordomo”, las analogías son múltiples, en ambos casos su condición social está por debajo de la de los dueños de casa, son intrusos, no pertenecen al núcleo familiar o social, la relación es cordial pero distante.
Finalmente Hitchcock nos tranquiliza haciéndonos saber que el inquilino no es el homicida y por si esto fuera poco tampoco un auténtico inquilino ya que por el contrario es rico y tiene propiedades lujosas como para que sea digno merecedor del amor de la joven hija de los propietarios, hasta ayer sus locadores, hoy sus probables suegros.
“The Lodger” nos deja algunos interrogantes, ¿como tranquilizamos a los propietarios? ¿como les hacemos sentir que su propiedad no esta en riesgo? ¿como asegurarle que no la esta poniendo en manos de extraños de dudosa procedencia? Esa tarea de puesto de frontera entre dos mundos, de peaje, de policía, la cumplen con eficacia y entusiasmo las inmobiliarias, están allí para controlar que no pase cualquiera, que el intruso sea estudiado con esmero, que no sea un otro impredecible, recibos de sueldo en blanco para asegurar la legitimidad de origen de su dinero, títulos de propiedad de amigos o parientes para demostrar que tiene vínculos con el universo de los propietarios, en otras palabras que esta relacionado con la esfera social a la que aspira a pertenecer algún día cuando lo habilite un ilusorio préstamo hipotecario.
El inquilino es un ciudadano en estado de transitoriedad, que habita un espacio inestable tironeado por su sueño de la vivienda propia y el fantasma del desalojo, pero no se reconoce como parte del colectivo de los sin techo, ve como extraños a los que habitan pensiones o conventillos, a los que viven en edificios tomados o simplemente los que duermen en las calles, este es un colectivo al cual no quieren pertenecer porque sus miembros son individuos fantasmales, oscuros, que habitan en la frontera del delito. El pensamiento hegemónico condena a los que no quieren pagar por su vivienda, cuantas veces hemos escuchado a un ocupante de tierras declarar ante los micrófonos de la tele “yo quiero pagar, no quiero que me regalen nada”, sabe que el acto de apropiación tiene condena social, sabe que el dinero todo lo legitima.
El locador en la mayoría de los casos delega en la inmobiliaria el trato con el inquilino como el patrón delega en el capataz el trato con el obrero, no quiere conocerlo, no desea establecer vínculos, no quiere saber de sus necesidades, no lo reconoce como un par, un semejante, porque este pertenece al universo de los sin techo y por lo tanto no le reconoce derechos, no a hecho los méritos suficientes para tener su vivienda propia. El propietario, la inmobiliaria, la administración se constituyen así en autoridad que cuenta con el asentimiento de los inquilinos que aspiran a ser parte de ese entramado autoritario y gozar de sus prerrogativas, porque acceder a la vivienda propia es una manera de escalar socialmente.