En un país que en veinte años duplicó el porcentaje de inquilinos mientras el mercado construía viviendas a niveles récord, se fue consolidando cada vez más la idea de convertir a la propiedad en una mercancía para hacer negocios.
La discusión política y pública sobre el acceso a la vivienda atravesó diferentes momentos en la Argentina. A principios del 1900 sucede la primera huelga inquilina; en 1920, Hipólito Yrigoyen lleva adelante un desagio del precio del alquiler; en 1943, Juan Domingo Perón (secretario de Trabajo) congela el precio de los alquileres, crea la Cámara de Alquileres para controlar la actividad, prohíbe la residencia vacía por más de un mes y establece la función social de la vivienda en la Constitución; los resultados de terminar con la renta son contundentes: la clase trabajadora puede comprar su techo.
Sin embargo, las sucesivas dictaduras irían desarmando el control del Estado. En el ‘77, Jorge Rafael Videla y José Alfredo Martínez de Hoz dolarizan las propiedades y desregulan por completo el precio del alquiler: era lo único que faltaba por hacer. Por su parte, Raúl Alfonsín lleva adelante una ley de alquileres gris; el negocio de la renta se torna cada vez más provechoso y exclusivo. Más tarde, con el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, surge el Pro.cre.ar como medida de recuperación de empleo. Las pocas viviendas que se entregan se empiezan a sortear. Mientras, el mercado inmobiliario sigue de fiesta. El Estado ya no interviene en las reglas de juego, es decir, en la rentabilidad, el precio de venta, el alquiler, etc., y queda reducido a su mínima expresión hasta 2020, año en que se sanciona la ley de alquileres.